¡Qué bien me sentaría una copa de
aguardiente!. ¡Tengo que comprar!, decidí yo en mi banco
escritorio.
El aguardiente blanca que se bebia en
casa era el “Aguardiente del policía”, tal como rezaba la
etiqueta. Licor que nos hacía llegar el padre de un policía al que
mi padre logró trasladar desde el País Vasco a Galicia.
Era sin duda alguna el mejor
aguardiente que he probado en mi vida. Casero. El padre era un
paisano encantador.
Pero el aguardiente dejó de llegar a
mis manos. Ignoro la razón: Dejó de mandarlo, me lo escondían...
Así es que a la desesperada busqué
sustituto.
Ninguno me convencía.
Y eso que eran las mejores marcas de
albariño.
Hasta que un día en el Carrefour una
ventana de esperanza se abrió a mí: “Aguardiente del Val”.
No era muy caro.
Lo puse en el carrito y lo compré.
Al llegar a casa nevera, en la parte
de arriba.
Y después de comer, lo abrí con
delectación. Y me serví un poco en el café.
Absurda iniciativa porque siempre me
ocurrías lo mismo: Acababa sirviéndome una copa.
El aguardiente sólo me resultó
delicioso.
Ya con el café había sido muy
interesante.
Pero el aguardiente era para beber
sólo. Sobretodo si es tan bueno.
Y a poder ser con un puro, que fui a
buscar de inmediato al armario.
Yo había dejado de fumar. Todo menos
puros y porros.
El uno por su sabor y el otro por su
espíritu.
Así fue como yo caí de nuevo en el
consumo de aguardiente.
Me gustaba tomarlo en los bares, con
los paisanos.
A cual presumía de tener el mejor
licor. Y todos tenían razón.
Es fundamental que el aguardiente sea
casero.
Pues así se ve libre de aditivos y
conservantes.
Y sobre todo porque así conserva mejor
su alma.
Beber aguardiente es como rezar.
Una comunicación divina.
Y los puros que mejor le van son las
Farias,
que se consumen en las tascas de
pueblo.
Kiko Cabanillas.
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