4 de julio de 2017

Aguardiente del “Val”.

¡Qué bien me sentaría una copa de aguardiente!. ¡Tengo que comprar!, decidí yo en mi banco escritorio.
El aguardiente blanca que se bebia en casa era el “Aguardiente del policía”, tal como rezaba la etiqueta. Licor que nos hacía llegar el padre de un policía al que mi padre logró trasladar desde el País Vasco a Galicia.
Era sin duda alguna el mejor aguardiente que he probado en mi vida. Casero. El padre era un paisano encantador.
Pero el aguardiente dejó de llegar a mis manos. Ignoro la razón: Dejó de mandarlo, me lo escondían...

Así es que a la desesperada busqué sustituto.
Ninguno me convencía.
Y eso que eran las mejores marcas de albariño.

Hasta que un día en el Carrefour una ventana de esperanza se abrió a mí: “Aguardiente del Val”.

No era muy caro.

Lo puse en el carrito y lo compré.

Al llegar a casa nevera, en la parte de arriba.

Y después de comer, lo abrí con delectación. Y me serví un poco en el café.
Absurda iniciativa porque siempre me ocurrías lo mismo: Acababa sirviéndome una copa.
El aguardiente sólo me resultó delicioso.

Ya con el café había sido muy interesante.

Pero el aguardiente era para beber sólo. Sobretodo si es tan bueno.
Y a poder ser con un puro, que fui a buscar de inmediato al armario.

Yo había dejado de fumar. Todo menos puros y porros.

El uno por su sabor y el otro por su espíritu.

Así fue como yo caí de nuevo en el consumo de aguardiente.
Me gustaba tomarlo en los bares, con los paisanos.

A cual presumía de tener el mejor licor. Y todos tenían razón.

Es fundamental que el aguardiente sea casero.
Pues así se ve libre de aditivos y conservantes.
Y sobre todo porque así conserva mejor su alma.

Beber aguardiente es como rezar.
Una comunicación divina.

Y los puros que mejor le van son las Farias,
que se consumen en las tascas de pueblo.
          Kiko Cabanillas.














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