Me
desperté violentamente tras la sacudida de Fredy.
Me
hablaban en Olof y lo comprendía todo. Yo también hablaba en esa
lengua africana.
Pronto
salí de mi sueño o entré en él: Yo era un mantero y tenía que ir
a vender a la calle Real coruñesa.
Fui
con mi compañero después de coger la mercancía.
Yo
tenía sobre todo bolsos.
Le
dirigía una mirada afectuosa a todas las jóvenes que pasaban ante
mi.
Alguna
paró y me preguntó el precio.
Estuve
cerca de cuatro horas, en las que sólo logré vender dos bolsos.
Me
tenía que volver a casa, pues me tocaba cocinar.
Mi
hogar estaba vacío, aún no habían llegado mis compañeros. Así es
que me dediqué a investigar. Y efectivamente eramos inmigrantes
ilegales. Tal como confirmaba una carta que leí de uno de mis
colegas a su familia. “No os preocupeis, saldremos adelante”,
decía.
Y
entonces salí de mi ensoñación.
Estaba
en la calle Real, delante de un mantero.
Me
estaba imaginando que era uno de ellos.
Hasta
tal punto corría mi imaginación que confundía sueño y realidad.
Yo
nunca había sido mantero ni podía imaginar lo que ello implicaba.
Así
es que para pedir perdón por mi entromisión y para solidarizarme
con el vendedor africano le compré un bolsito en el cual metí todas
mis cosas.
No
le discutí el precio y le pagué de inmediato.
La
sonrisa que me dedicó el inmigrante valió por mucho más del dinero
que me había gastado.
“Socram,
amigo”, le dije.
Kiko Cabanillas.