Finalmente me
había decidido. Billete a Alepo. Trabajaría de “freelance”.
Llevaba contactos en el País y en La Voz de Galicia. El Mundo
también era una posibilidad.
Llegué a la
ciudad Siria ese sangriento domingo. El taxista me pidió, en
macarrónico inglés, que fuera tumbado en el asiento trasero para no
dar oportunidad a los francotiradores.
En el hotel
enseguida reconocí a Vicente Romero. Él me comentó que estábamos
pasando un festivo terrible. Me acompañó al cuarto desde el cual
podíamos escribir, ya que había Internet y cobertura para móviles
Vicente me sugirió
que le acompañase a un colegio infantil donde se regugiaban unas
doce familias. Le dije: “Encantado”. Cogí mi cámara y mi
grabadora y le acompañe al blindado que nos trasladaría a la
escuela.
En el camino nos
dispararon en varias ocasiones, pero las defensas pudieron
amortiguar.
Finalmente
llegamos y una pandilla de niños vinieron a saludarnos. Mi compañero
llevaba caramelos y cuchillas de afeitar para los padres.
La primera bomba
cayó cuando estábamos entregando los regalos.
Y a continuación
cayeron muchas más. Nos refugiamos en el blindado.
Cuando terminó el
bombardeo eran muchos los cuerpos de niños “reventaos” que
estaban tendidos sobre la carretera.
Para mi fue
demasiado.
Regresamos al
hotel y por el camino Vicente me dijo que no me preocupase que
desarrollaría callo.
El miedo se había
apoderado de mi.
Pasé dos o tres
días con diarrea y vómitos.
Aún así pude
colocar mis crónicas en todos los medios que tenía previstos.
Y efectivamente
-según me dijo Vicente- a todo se acostumbra uno. A los veinte días
de estar en Alepo ya nada me daba miedo. Procuraba no pensar en los
míos. Ni siquiera en mis hijos.
“Ya sabes: Somos
las tres “d”: Depresivos, divorciados y dipsómanos”, me dijo
Vicente.
“Pues no te
preocupes por mi. Ya cumplo los tres estados”, le contesté.
Kiko Cabanillas.
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