“IMPORTANTE”,
podía leerse en mi escritorio. Al lado de una foto de un personaje
desnudo.
“Verás es que
en un relato corto me has dado vida: Soy Ernesto”.
Y continuaba el
mail...
“Nací el mes
pasado de tus manos. Pero tengo la edad que me otorgaste: Veinte
años”.
“El caso es que
desde entonces no has vuelto a escribir de mí. Y me aburro como una
ostra. Mátame si quieres, pero por favor vuelve a ocuparte de mí”.
Anonadado me
quedé. E inicié un fructífero intercambio de “mails”, que
darían título a mi libro: “Ernesto nunca se fue”.
En él retomaba
los inicios de mi protagonista en el relato corto, en el que era un
chaval de mi pandilla pontevedresa.
Lo convertiría en
Médico sin Fronteras.
Enfermó de
malaria, pero aún así nunca abandonó a sus pacientes.
Constantemente me
agradecía Ernesto su nueva vida.
Y sin poder
evitarlo un día le pregunté: ¿De dónde has salido?.
“De tu alma”,
me contestó.
“Sí Ernesto
pero una cosa es la ficción y otra la realidad” “No tiene
sentido que tu estés vivo”.
Yo no soy un
creador, soy un escritor.
“¿Y cuál es
acaso la diferencia?”.
“Crear vida,
sufrir amores, rescatar víctimas, soñar...” “Poesía”.
“Bien, me rindo
pero un día me contarás cómo apareciste en mi ordenador, desnudo
como un bebé”.
“Necesito
saberlo”
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