Y entonces lo
ví: Era sin lugar a dudas un murciélago y descansaba sobre la barra
de la cortina cabeza abajo.
Por un momento
pensé en espantarlo: Cogí para ello una escoba. Lo echaría por la
ventana. Pero me dio lastima.
Entonces caí
en la cuenta de que quizás había fumado demasiado hachís.
Así es que
recogí el salón, me puse el pijama y me fuí a dormir. Intentando
olvidar lo que sin lugar a dudas era una fantasía: El murciélago
cabezudo.
Al día
siguiente me desperté a las doce. Y con una considerable resaca me
dispuse a desayunar. Era del wiskie pues el hachís no deja malestar.
Tomé café en
abundancia y comenzó mi lucha contra la fantasía...
Finalmente
decidí buscar al murciélgo. Entré en el salón y allí estaba.
Todo fué una
convivencia estupenda. Bajé a la carnicería a comprar sangre de
cerdo. Comió con mucho apetito. Le conté el contenido de mi próximo
libro y aplaudió con las alas.
Al día
siguiente llegaría la doméstica a las nueve de la mañana. Pensé
contarle todo antes de que entrase en el salón. Y así hice.
“¡Kiko, eres
un payaso!. Aquí no hay nada”, exclamó según salia de la sala.
“No puede
ser”.
“Mira ahí
está”, señalé.
“Venga Kiko,
que tengo mucho trabajo. Déjate de bromas”.
Entonces
comprendí que era yo el único que lo veía.
Por una larga
temporada pensé en pedir cita con el psiquiatra. Pero finalmente
decidí que era un excelente amigo. Y que nuestra relación no hacía mal a nadie.
Kiko Cabanillas.
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